-“¿Por qué no sería lo mismo, si la única diferencia era el material unificado que formaba las paredes?” -se repetía él a ojos cerrados con la mente diáfana y otorgada por entero al otro cuerpo.
Y por qué el tercero en esta historia le generó la duda al vislumbrarle la idea aún antes que él mismo y decirle -”No, eh… no.”
Pero: ¿Por qué no sería lo mismo?, si ya tenía la de la ciudad vieja con murallas de tres metros hasta el techo, que lo parapetaron del frío en la neotenia junto a, entre otros, la confirmada presencia de antepasados ya idos y la del segundo en esta historia, que reinaba en tamaña fortaleza.
¿Por qué no sería lo mismo, si entre aquel bastión y este sobre el cual le hicieron nacer la duda, nada hace una diferencia sustancial en cuanto a lo teórico se refiere? Si bien si la hay, aunque pequeña, entre las sustancias que recorren y recorrieron por dentro de ambas; igual casi a como hay diferencias ahora entre las sustancias que le generan o genera su sinapsis (jamás se sabrá el orden) cuando se entrechocan, sin perder la mencionada diafanía, el pensamiento de que si, que está bien hacerlo y el de que no, que es una barrabasada inmoral estúpida, fácil de leerse en sus ojos, en el momento de su gestación, por el tercero en esta historia.
Además también tenía la de La Unión , donde habitó con la familia que le iba dejando, de paso, el paso del tiempo, cuando ya no había escudos ni guerreros más que él; la de un mundo distinto, externo e interno, que no facilitaba tregua a la guerra entre la paz sobreprotegida de la niñez y los exabruptos en los que cae tentada a someternos la intemperie.
Ésta no ostenta en lo tan alto las paredes, y la estancia allí de antepasados fue y es extranjera. Durante los dos años que pasaron en ella nada marco arraigo más que objetos personales trasegados en las cajas de cartón; y aún así, la conservaba.
Y lo hacía al punto de atesore, porque ella le cuidó la vida y allí se alimentó y allí durmió mientras soñaba con las otras y quizás con las futuras en un fluir insano y calmo de actividad cerebral que ahora se le presentaba en plena vigilia y lo opiaba en la duda: ¿Por qué no sería lo mismo? ¿Como no atesorar ésta?!
Podía razonar que el momento no era el propicio para razonar… pero basta.
Dentro de ese edificio inmenso para sus costumbres de donde meterse, y con tanta gente inexacta para su entender de todos a la vez, no podía esperar mucho más, debía acelerar la decisión antes de que trasladaran para adentro al segundo de esta historia, pues ahí ya no habría nada más que hacer; o al menos eso intuía al ser conciente de lo mucho que ignoraba los procedimientos tras esas puertas de vaivén.
Bajaba a comprar algo a comer y la pregunta venía, inevitable, al cruce con ajenos hasta entonces: “¿Que harían estos en mi caso? ¿No se les pasará por la mente ni un momento?”
Inevitable también fue que recordara, mientras peleaba con un nervio de milanesa en dos panes, la vez que cuando niño curioseando entre las alhajas de su abuela mordió algo tipo plástico duro, que resultó ser el ombligo disecado de un pariente conservado por una costumbre que no entendió. Le dio asco hasta el vómito y nada lo haría reaccionar distinto en su presente. ¿Entonces?
Fumaba y se mezclaba ayer nomás con hoy y ahora, y se acordaba de las casas y mas casas que habitó y los escalones que lo subieron y las gravedades que lo bajaron y bajaba la mirada y cerraba la mirada y recordaba la mirada del tercero en esta historia cuando le dijo “No, eh… no”. Y recordaba las paredes, todas: las blancas a pintura saltada del comedor en la Ciudad Vieja y las celestes de su dormitorio en ese entonces, y se le aparecía de repente el blanco calcino que por fuera era ladrillo a la vista de su primer refugio en Solymar, y los techos húmedos de La Unión y las paredes crudas de la única que él erigió con sus manos y otras, y todas… todas eran ahora de él.
En su vida, a modo de hobbie, se aboco a la consecución de conservarlas a todas; y la vida de la reina que las habitó pendía ahora de un hilo y para mas inri iba a ser despojada de la primera, desechada sin comprensión alguna por parte de quien jamás habitó allí y cumplía con un mero menester aséptico.
Solo quedaba hacer el pedido al doctor… o la pregunta antes que el pedido; no sabía tampoco si era simple o no un trámite así. No debería de serlo. Tiró la colilla en la vereda, en la zona rojiblanca donde era prohibido. Subió hasta el piso del quirófano por las escaleras; el ascensor era prohibido. A la duda la dejo a un costado y miró para el otro, tratándola de tabú.
Ya nada importaba la mirada del tercero en esta historia, que le advirtió que no lo hiciera, ni como lo mirarían después, ni si había o no diferencias entre unas y otra, ni como conservarla sin propiciar con eso la putrefacción, ni incluso el estupor del segundo en esta historia, la reina, legítimo dueño
Entonces lo hizo, se dirigió al doctor.
Se decidió a intentar conservar al primero de ésta historia… que fue su primer hogar realmente y nunca hubo paredes más seguras por ser de un tejido vivo, que aunque ahora moría, no iba a abandonar.
El conservó para siempre el hogar gestor, la matriz, extirpada de la reina en histerectomía total.
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