Si me buscaba, me encontraba en la terminal Tres Cruces, intentando llenar con algo las tres horas que me separaban del abordaje del bus.
Buena parte de ese relleno, y teniendo en cuenta las pocas horas de sueño que tuve en la noche de la víspera, podía ocuparla con una reparadora siesta.
A dicha consecución me abocaba cuando sobrevino el primer patinazo; abrupto, vertiginoso, sin darle chance al mas mínimo reflejo, como si ya estuviera dormido y protagonizando uno de esos sueños en los que le pegas al de al lado y quedas alterado por unos instantes mientras preguntas que te movió, en el asiento amarillo.
Pero no.
Patiné despierto y en absoluto estado de lucidez. Es que era casi invierno y mis afelpadas ropas para ayudar al abrigo no conocían forma de oponer resistencia a un banco de estación de buses, pequeño, con forma de taza de té partida y lustroso a más no poder.
No me enoje.
Con el deslizamiento segundo fue cuando comenzó la comezón de la ira en mí. Y lo llamo deslizamiento porque fue, entre posición inicial y final, imperceptible en su desarrollo.
Comencé cruzado de brazos, con la cabeza levemente inclinada hacia un costado y apuntalada por a espalda bien erguida; y culminé con la cintura donde hasta hacía dos minutos estaban mis nalgas., los brazos seguían cruzados pero con los codos enganchados en los posabrazos del asiento forzando a trabajar aún más a la musculatura de mi espalda ahora convexa.
El malhumor del sueño se sumaba a mi sueño y me atacaba cual enfermedad autoinmune. Que ya no iba a dormir era sentencia, así que decidí conformarme con tomar solamente un descanso y si Morfeo me tomaba, resbalándome o no, mejor.
La imaginé caminando, ye de vuelta, por Acevedo Díaz hacia arriba, con el collage entregado y en pleno regocijo por eso y por haber hecho todo lo planeado en tiempo record e imaginándose en Piriápolis. Venía por la vereda al Sol y poniéndome en riesgo vital en cada esquina, en cada acceso de tos, en cada baldosa levantada.
Se sentó a mi lado, no abrí los ojos. Aún no era ella, que recién andaría por cruzar Dieciocho. La escuché hablar por celular y no me molesté. Escuchaba el aviso de la próxima partida que se mezclaba con la conversación de ella y con el ruido de los bancos. ¿¡El ruido de los bancos!? Abrí los ojos. Un niño que no pasaba el año y medio se apoyaba en el respaldo de su asiento en la cadena, se trepaba y se dejaba caer. Deje de mirar cuando se acomodo tranquilo junto a la celuloparlante pero los parpados se me levantaron solos a causa, quizás, de mis córneas inyectadas en rojo cuando volvió a hacerlo. Nunca, me dije, un ser tan inocente me aceleró tanto la estructura molecular de mis genitales. Pero al instante caí en la cuenta de que él podía ser inocente de cuanto quisiera, menos de justo lo que me enardecía: sacudir mi aposento junto con las últimas esperanzas de descanso y recuperación que me iban quedando.
Al sueño, la furia y el hartazgo los cociné juntos para, al menos, regalarme una rica comida de crueldad y mofe de los diversos especímenes de humano que transitaban la terminal y que sería deglutida en un plato de escudriñamiento y análisis psicológico a través de la sola apariencia de los mismos. Así fue que vi a esa mujer de unos treinta y ocho o y nueve que hacía poco se había casado con un tipo bastante mayor y con dinero que le había dado un hijo casi como otra forma de retenerla sin saber que ella no lo perdería por nada, y eso se veía claramente en sus zapatos. Y el hombre emprendedor y de traje sin corbata que vino a sentarse en frente mío rodando una de esas maletitas a las que se les pliega y repliega la manija. Era un Business man a punto de abordar un American Airlines para ir a una venta en Portland desde Kentucky, pero yo supe en seguida que era un casi edípico que se escapaba un fin de semana para ver a su mama en algún pueblito de trecientos habitantes y no mas lejos que donde puede llegar un cartucho.
Pensaba en el abrazo con su madre y en ir a saludar a las gallinas cuando, y aquí fue el momento en el que dios pareció entrar por la claraboya del shopping, intentó sentarse y la taza de té que le tocó por elección casi lo deja en el suelo al bambolearse de manera tan inesperada para él como para mí. “Esta roto” dijo al de al lado, como si tremenda inteligencia lo eximiera de no haberla ejercido unos segundos antes de acomodar sus ancas.
Se posó en otro lado y le perdí el interés. Pero mi atención quedó en esa maltrecha silla y en la futura víctima que se cobraría.
Nadie rumbeaba para allí y ella ya debía de estar por llegar, salva, y mis nervios se dedicarían a otra cosa, como desaparecer por ejemplo.
Pero dios, que se ve me tentó con su primera aparición y luego hizo lo de siempre, dejarme con las ganas, terminó de probarse anillos y lentes negros en los locales comerciales y me mandó a una señora de avanzada edad en movimiento uniforme y rectilíneo hacia el banco podrido: me relamí. Pero el todopoderoso me abandonó otra vez cuando el infaltable enviado del demonio del banco de por medio le advirtió: “Está roto señora”, y ella que debía ser católica apostólica romana porque usaba lentes y por ende muy bien no veía, calló en el embauque y se marcho agradecida a rezar por él y a apoyar sus bienaventuradas pompis a otro lado.
La eterna pugna entre el bien y el mal, evidenciada frente a mí, fue demasiado. Sus rulos ya eran realidad entre la gente y yo no tenía que dormir ni que psicoanalizar ni que reír ni que escribir. Solo, mientras a ella le faltaban unos pasos para el beso, me quedó concluir que en la terminal los parlantes de circuito cerrado por donde se advierte la próxima partida, suenan muy bajito. Es fácil no escucharlos y perder el bus. En una sala de espera de una terminal así, los asientos han de ser incómodos, la gente no debería poder dormirse en ellos.
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